Lo de año nuevo, vida nueva, esta vez va en serio. Empezamos 2020 movidito, aunque paradójicamente el cambio sería que no hubiera cambios. La zona de confort ya no sé ni dónde queda, pero ni con GPS la encuentro. Los últimos tiempos están siendo frenéticos, llenos de pequeñas, aunque importantes decisiones, como dejar un trabajo que me llenaba porque estaba con niños maravillosos, para poder sacar tiempo de algún sitio.
Me encantaría que los días tuvieran 35 horas, o que una persona pudiera desdoblarse y vivir varias vidas a la vez, pero no se puede. Así que seguiremos el instinto y las señales. Sí, señales como las que me llevaron a ese colegio que ahora dejo…
Nunca lo he contado, pero justo cuando todo se fue al garete teníamos un viaje a Venecia. Por supuesto fuimos con todo el optimismo del mundo, porque más se perdió en la guerra y porque ya estaba pagado.
Mi tía me dijo que Padua estaba muy cerca y que San Antonio es ‘muy milagroso’, así que pidiera por todos. Dio la casualidad que fuimos a Padua, no por el Santo, sino porque es muy bonita y nos pillaba el tren al lado. Así que ya puestos pedí un trabajo a San Antonio de Padua, sin que sirva de precedente. También os digo que algo de enchufe debo tener: mi padre, mi hermano, mi abuelo, mi abuela, mi tía y mi primo se llaman Antoni@.
Al poco tiempo, me ofrecieron empezar como monitora en el Colegio ‘San Antonio de Padua’, donde mi jefa, que es un encanto se llama Antonia y el profe que más me ha ayudado y es estupendo con los nanos se llama Antonio, como no.
Y no tiene nada que ver con la religión. Si hubiera hecho una ofrenda al mar y me llamara una chica llamada Mar, para trabajar en la calle del Mar, también me hubiera parecido una coincidencia cósmica. Bromas y señales a parte. A por el 2020 y a celebrar la vida, que son dos días y el primero se me ha pasado volando.
Posdata:
A San Antonio, o a quien corresponda: No envíes más trabajo. Ya está. Basta. Igual es mi culpa porque fui demasiado intensita. Gracias.