Bond, James Bond

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Han pasado casi 60 años desde que Sean Connery pronunciase aquellas famosas palabras: “Mi nombre es Bond, James Bond”. Esta carta de presentación marcaría el inicio de una de las franquicias más longevas del mundo del cine. Franquicia con unas señas de identidad que han resistido el paso del tiempo, incluso han conseguido que el agente secreto más famoso del mundo se convierta en ocasional fedatario del momento social en el que sus películas se proyectan. Remarco con especial intensidad que se proyectan porque el agente 007 con licencia para matar nació para brillar en la pantalla grande, condición que parece garantizada en los años venideros, a pesar de la participación de la todo poderosa Amazon.

Dicho esto, los fans estamos de enhorabuena por el estreno de la esperadísima última aventura de Daniel Craig en el papel. Esta película, que a causa de los estragos causados por la crisis sanitaria Covid-19, nos llega un año y medio más tarde. Esta demora se sumaba al tiempo transcurrido entre la anterior entrega, “Spectre”, y la producción de la recién llegada a las salas de cine, “Sin tiempo para morir”, producción que no estuvo exenta de problemas, incluyendo un cambio de director en el último momento.

A pesar de la buena noticia, la última entrega ha conseguido dividir a los seguidores de Bond por el carácter emocional de la cinta, que continua con el arco argumental iniciado en “Casino Royal” (2006). Es cierto, este James Bond es más emocional, su mundo es más nostálgico y su predisposición a amar supera con creces a sus necesidades de hedonista seductor a las que nos suele tener acostumbrados. Personalmente, soy un ferviente admirador de otras cualidades de este producto cinematográfico que pudimos disfrutar en encarnaciones tales como la de Pierce Brosnan (El Bond de los años 90 y mi introducción al mundillo), con su elegancia e irónico sentido del humor, la encarnación de Roger Moore, que nos regaló la máxima expresión de la clase y el cinismo en la pantalla, la dureza aportada por Thimoty Dalton y George Lazenby y, por supuesto, el gran Connery que probablemente reunía todas estas cualidades y alguna más. Ya con la llegada de “Casino Royale” pudimos ver a un Bond más duro que el de su predecesor, cuyas imperfecciones y debilidades recordaban bastante a la versión literaria del personaje, creado por Ian Fleming en 1953.

Pese a echar de menos elementos que con Craig se dejaron de lado, confieso que he disfrutado muchísimo de “Sin tiempo para morir” y de sus dos horas y cuarenta minutos de metraje, que no se me hicieron en ningún momento excesivos. No quedé decepcionado por el desarrollo dramático de la historia, que en mi humilde opinión está perfectamente cohesionado con la acción de la película, ni por ninguna de sus sorpresas (no haré spoilers) ya que me esperaba algo similar. Qué en esta película James Bond es una sombra de lo que fue también es una gran verdad, pero quizá es necesario para mostrar la evolución de un personaje, cuya máxima baza en sus 4 últimas películas es la metamorfosis vital del personaje, rompiendo completamente el concepto de independencia que primaba entre título y título de la filmografía bondiana. Por esta razón “Sin tiempo para morir” se convierte en un cierre coherente de la aventura iniciada hace 15 años, haciendo todo tipo de homenajes a anteriores películas: podemos disfrutar del clásico Aston Martin DB5 (visto por primera vez en Goldfinger) o de sus constantes guiños a la cinta “Al servicio secreto de su majestad”, estrenada en el año 69, entre otras BONDades.

Si bien es cierto que este Bond es algo distinto a lo que estamos habituados, también es una buena oportunidad para cerrar de forma lógica una etapa diferente del personaje en el cine y esperar a la próxima reencarnación del agente secreto. Como rezan los títulos de crédito que emergen al finalizar cada película de la saga: “James Bond volverá”. Esperemos que lo haga con nueva imagen pero con su viejo estilo, el clásico, el de siempre.

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